Uno de los intercambios culturales más fascinantes es el gastronómico. La fusión de alimentos de distintas regiones que llega a ser sinérgica e incluso convertirse en platos insignia de varios países: la tortilla española de patatas, un asado argentino, el café colombiano, la pizza italiana o el ron caribeño.
Éstas son sólo algunas de las maravillas culinarias que han surgido del cruce entre dos mundos. Convencionalmente a uno se lo llama el viejo mundo y a otro el nuevo mundo. Pero aquí es donde surge una cuestión intrigante: ¿hay alimentos del nuevo mundo con más antigüedad que los del viejo mundo… y viceversa?
Es por eso que ante la duda sólo me referiré a “mundos” como identificaciones geográficas en distintos desarrollos.
Por un lado se hallaba un mundo donde la civilización estaba un tanto más a merced de la mano del hombre, mientras que el otro mundo el hombre estaba a merced de la naturaleza virgen.
Una sociedad crecía velozmente en población y por lo tanto implicó mayor administración y orden. Consecuentemente logró un gran avance agropecuario, especialmente en ganado, caballos, gallinas y ovejas entre otros. Sin embargo, así como avanzaba la civilización también sucedían guerras, hambrunas y escasez de alimentos.
Paralelamente los habitantes del otro mundo tenían ritmos y costumbres totalmente diferentes. Pudieron dedicarse al desarrollo de una agricultura rica en frutas, verduras, legumbres, tubérculos y botánicos. Pero esa naturaleza a flor de piel carecía, por ejemplo, de animales como alimento.
Ahora bien, cuando estos mundos se cruzaron, hubo una revolución en la vida de cada civilización, no importa a qué mundo pertenecieran, todo fue algo inesperado y asombroso. Otros juicios quedarán para debates ajenos porque el menester de estás líneas es netamente culinario.
Lo que sucedió entre estos mundos fue una serendipia: buscando algo encontramos otra cosa y tenemos la capacidad de reconocer que es igual o aun más relevante que lo que buscábamos originalmente.
En el mundo de la escasez y la monotonía de alimentos empezaban a llegar productos exóticos como tomate, patatas, maíz, calabacín, legumbres, flores comestibles y varios ingredientes más. A su vez el otro mundo recibió ganado, café, caña de azúcar, olivas, mieles y frutas cítricas.
El maridaje fue perfecto y cada mundo supo crear su propia identidad gastronómica a partir de esta fusión.
Por eso me resulta tan especial que una típica tortilla española lleve patatas del otro mundo con huevos de las gallinas que ya tenían en su mundo. Que la carta de presentación de Colombia sea su fantástico café y el elixir de su rones. Que una pasta italiana al pomodoro o el sinfín de salsas europeas lleven tomates que viajaron del otro mundo. O que el reconocido asado argentino tenga ganado que se ha desarrollado a partir de ese encuentro.
Pueden existir muchos debates respecto a la forma en que estos mundos se han cruzado. Lo que no podemos negar es que hubo algo único y maravilloso en ese encuentro: cada región de esos mundos abrazó culinariamente a la otra y crearon platos icónicos que al día de hoy representan a varios países. Algo que sucedió gracias a la magia de la serendipia que hoy nos regala poder hablar de un sólo mundo: uno que es mucho más que la suma de dos mundos.