
A principios del mes de julio del año 1800 atracó en el puerto de Cádiz un barco procedente de Sudamérica cuyos tripulantes habían contraído la fiebre amarilla. La enfermedad se extendió
rápidamente por la ciudad y poco después se extendió por Andalucía.
En Sevilla, el Guadalquivir fue la vía de llegada y propagación de la epidemia. Los primeros casos se registraron en el arrabal de Triana durante el mes de agosto y cogieron por sorpresa tanto a la autoridades civiles como a las sanitarias. Al no saber de que forma hacer frente a tan peligrosa situación, fueron convocadas reuniones extraordinarias de médicos a las que los trianeros acudieron masivamente movidos por la curiosidad, lo cual aceleró la transmisión de la peligrosa fiebre. Algunos facultativos advirtieron del elevado riesgo de contagio; sin embargo, la mayoría de los doctores no lo consideraron así y, por consiguiente, ni se tomaron demasiadas medidas ni las oportunas precauciones. De este modo, el mal cruzó el río y penetró en el interior del recinto amurallado de la ciudad, siendo los primeros focos de infección los barrios de Los Humeros, San Lorenzo y San Vicente.
Nuevamente las autoridades mostraron su incapacidad, porque en lugar de separar a los contagiados de la población sana y proporcionar los medios necesarios para atender a los enfermos pobres- que eran muchos- solicitaron permiso al obispado y al cabildo catedralicio para celebrar rogativas en el templo metropolitano durante nueve días. Es obvio que la epidemia no desapareció; muy al contrario, se multiplicaron sus estragos con renovada virulencia.
Alarmados,los dirigentes hispalenses terminaron por incomunicar a los enfermos y clausurar los lugares públicos, aunque ya era demasiado tarde. Además, el aterrado pueblo sevillano,ignorante y supersticioso, se aferró a la protección divina invocando su ayuda deseperadamente y los gobernantes cometieron la torpeza de dar su consentimiento para la celebración de numerosos rosarios y procesiones e incluso hubo varias bendiciones públicas desde la Giralda, con lo que se incrementaron los desbastadores efectos de la epidemia, a la que, sin percatarse, le habían facilitado una de las mejores vías de contagio, que no es otra que el contacto humano.
La fiebre amarilla azotó la ciudad durante cien días y en ese tiempo padecieron la enfermedad 76.500 de sus 80.000 pobladores, de los cuales perdieron la vida más de 14.500 , por lo que fue necesario abrir fosas comunes en el Prado de San Sebastián y en la Macarena con el objeto de poder dar sepultura a tan elevado número de víctimas.
La población quedó diezmada- había perecido uno de cada cinco de sus habitantes- y bastante traumatizada, por lo que el doloroso recuerdo de esta terrible epidemia perduró en la memoria colectiva sevillana durante muchos años.
SMYL©2014

Antonio Bejarano.
Sevillano apasionado de la Historia y las Leyendas de su ciudad creó la Web ”Sevilla Misterios y Leyendas” en el año 2010.
En la actualidad es CEO de la misma y Director del programa de radio del mismo nombre que se emite en NEO FM desde 2021.